Mayca Margon
Daban las 12, pero del mediodía. El reloj se paró. Una sombra chinesca proyectada sobre la blanca pared representaba la cazuela humeante del cocido. El hambre atenazaba y el rumor de la lluvia al caer sobre el césped amenazaba con sueño. Sueño y hambre. Naturaleza en su más pura esencia.
Pero, con el reloj parado y la mañana que parecía una tarde, difícil resultaría saber cuándo debíamos comer para de inmediato dormir la siesta. Maldita sea el cambio de estación y los relojes de pared. Y viva el cocido para comer.
Busqué cualquier cosa, color y formas que me sirviera de referencia para vislumbrar un poco de luz en aquel follón. Y entonces apareció él en lo alto de la escalera, quieto y parado, observando con el ojo que portaba el monóculo la sombra chinesca. Pensé que sus tripas rugían por el hambre y el agradable olorcito que ascendía desde la cocina. Y de inmediato noté que el sonido salía de su nariz. Un ronquido gutural característico de gran parte de los miembros que componían la familia del señorito.
Su dedo índice señaló el reloj, parado e inútil. Las órbitas de sus ojos se agrandaron. Su boca se abrió al intentar hablar. Y en ese momento rodó por la escalera cayendo en voltereta tras voltereta justo a mis pies.
Ohhhhhh… mi querido SEÑORITO.
Y todo fue uno: dejar de latir su corazón debido al gran porrazo que debió dislocar cada hueso y órgano de su cuerpo y retomar el reloj de pared su tic tac. Vaya por Dios…qué vaya a ser la hora de comer el cocido y el señorito con sus cosas. Pues ya sabía él que si el reloj para la vida no sigue. Pero lo que yo aprendí es que aún no habiendo vida hay que comerse el cocido.
Usted se lo pierde mi querido SEÑORITO.