Pocas veces he sentido de forma más intensa la LIBERTAD, con mayúsculas, y la sensación de felicidad que la acompaña, como en una estación. Sí, una estación de autocar. Una estación de tren. Ese lugar espacioso lleno de gente, de pequeñas tiendas, de prácticas cafeterías, de incómodos asientos, de máquinas de refrescos, de niños inquietos, de jóvenes excitados, de personas mayores impacientes. Una estación con sus numeradas dársenas en el subsuelo, grises y sombrías, bulliciosas de frases de despedidas. Una estación con su andén desde donde visualizamos el recorrido que nos lleva al lugar elegido a través de una vía, cuando se pierde a lo largo de un horizonte imaginado. Y en medio de todo, a punto de transportarme, totalmente abierta a cualquier novedad, completamente receptiva y entusiasmada, estoy YO, también con mayúsculas.
Es la estación la máquina del tiempo. Es el kilómetro cero de una experiencia. Es el cajón para guardar prejuicios. Es la maleta repleta de ilusión. El último espacio donde colgar el hatillo al hombro dejando hueco para lo más importante, la aventura. Y desde la espera hasta el final de la misma cada vello de la piel se eriza. Delante del marcador de “llegadas y salidas” los cinco sentidos prestos a cualquier alerta se agudizan. Desde el asiento de espera una relajada respiración sosiega el pecho. Se relajan las extremidades a la vez que desparece la ansiedad. La mente se prepara, para el DESDE AHORA. Una bienvenida paz invade el pensamiento y el ADIÓS nos inunda, en alguna ocasión con tristeza, en otras de un VOLVER A EMPEZAR.
Las ESTACIONES, lugares de peregrinaje. Espacios en blanco que rellenar. Y de mucha luz.