Eva María H. Muñoz
Mi madre se llamaba María Pilar Muñoz Fernández, nació el 13 de mayo de 1948, el día de la virgen de Fátima. Aquel día era jueves y cuando mi querida abuela Petra se puso de parto la mandaron a Madrid en una ambulancia, cosa que no era muy normal en aquellos tiempos. Mi madre contaba que la ambulancia tuvo que parar en Perales y ahí nació ella en medio del viaje. Siempre fue como esquivando a la suerte, nunca fue fácil su vida. Podía perfectamente ser aquel día martes y trece, pero no, fue jueves, aunque muchos de sus cumpleaños a lo largo de su vida cayeron en martes.
La Virgen de Fátima, 13 de Mayo, ¡cuántas veces me cantaste aquella canción de los tres pastorcillos!
Nos dejó el 14 de enero del 2025. Era martes. Pero el día anterior era 13 y ya la habían sedado.
Siempre pensó que tenía muy mala suerte y probablemente así fue. Si íbamos a Almería en verano, llovía; si se montaba en el Ave, se estropeaba el aire acondicionado en pleno agosto; si la llevabas a un SPA se rompían los motores de las piscinas
Mamá, la suerte fue mía de tenerte. Gracias por todo el amor que me diste. Esto último lo entiendo plenamente ahora.
Mi madre cocinaba como los dioses, cosía como una verdadera modista, pintaba en tela y empezó a aprender a pintar con acuarela; decoraba y cocía porcelana y las plantas la querían tanto que le regalaban sus mejores colores y frondosidad. Su patio y el mío juntos, el mío desierto y el suyo un vergel.
Me habría gustado conocer a la niña rebelde que fue. Aquella que decía siempre que no haría las cosas que le encargaban, pero se iba a hacerlas, renegando, al mismo tiempo que cumplía el encargo. Siguió así a lo largo de toda su vida. Diciendo lo que pensaba, fiel a sus principios y haciendo lo que quería y en esas hacía lo que los demás necesitábamos. Pero siempre era capaz de volver dos pasos hacia atrás recogiendo sus pensamientos y sus palabras. Me dijo muchas veces: “Nena, yo he estado pensando que quizás esto no es como yo creía”. Llevas razón, hija”. Pero no era de primeras, ella necesitaba un impase.
“Nena”, ¡qué bonito, mamá, que me hayas seguido llamando así!
Muchas veces mi madre me decía que no reconocía a esa mujer que veía en el espejo, que ella se sentía por dentro como cuando era joven. Esa niña rebelde seguía estando en ella, era verdad. Tenía en su móvil facebook, instagram, whatsApp y los estuvo manejando hasta que sus manos ya no se lo permitieron. Esas manos que tanto admiré, estrujé, amé y amo.
Ahora llevo tu anillo, mamá. Pero mis manos y mis uñas no serán nunca tan bonitas como las tuyas.
En los últimos meses yo la veía más guapa que nunca y no paraba de hacerle fotos. “Estoy muy fea, hija” y yo la miraba y se me llenaba el corazón de amor, por su lucha, por su dependencia, por su fragilidad, por sus manos, por su pelo blanco, por sus labios. Sabía que el reloj corría en contra y se dejaba hacer esas fotos que yo le enseñaba en mi móvil para animarla a verse increíble, como yo la veía.
Pero ya no, mamá. Ya no te crecerá el pelo para ponértelo con una pinza atrás como te encantaba que yo me hiciese. “Me lo voy a dejar largo como tú, porque no se me va a caer con la quimio, ya lo verás”, me decías. Y al peinarte yo veía cómo se iban perdiendo esos cabellos blancos que tanto amé y amo. Ya no te pasaré “cuando no te la pongas” (según decías) la chaqueta de cuero que tanto te gustaba cómo me quedaba. Ya no te pintaré las uñas. Ya no te haré más fotos.
En este tiempo desde que se marchó se ha instalado el silencio al otro lado del patio, aunque a veces creo percibir el eco de la radio que desde allí por las mañanas se escuchaba en mi casa y seguro que en las de al lado también. La voz de Iñaqui Gabilondo en la Ser a primera hora iba acompañada del olor a la deliciosa comida que ya empezabas a preparar a las siete. Y al café con el que esperabas a mi hermano antes de irse a trabajar, incluso más temprano.
Mamá, creo que te escucho pero no. Y este silencio duele, duele mucho. El otro día mirando el facebook, vi que me habías enviado un mensaje, hace mucho, que yo no había leído, en el que me decías que yo era tu mejor amiga. Es verdad, mamá. Cuántas cosas debatimos y cuántas confidencias nos hicimos.
Un día, de los últimos, a pesar de que te sentías muy cansada de luchar contra el destino que se había instalado en tu camino, me dijiste que querías morir pero no podías marcharte porque tenías que cuidar de mí. Ahora ya no te oigo, mamá, pero sé que estás cuidándonos. Te siento. Pero estoy más sola. Nadie me mirará nunca como lo hacías tú.
Mi madre llevaba grabados a fuego, sus ideales, fruto de la lucha desde su infancia, de las injusticias que le tocó vivir, de la precariedad de su familia, de la imposibilidad de decir lo que se pensaba, de la marginación por ideales, del miedo a ser señalado e incluso privado de libertad y más aún, de la vida. Guardaba como un tesoro el testimonio escrito de mi abuelo Antonio, su padre. El relato de su sufrimiento en la Guerra y en la postguerra le acongojaba el corazón. Le quería muchísimo. Él también se fue demasiado pronto. Recuerdo a mi madre rota de dolor cuando mi abuelo murió. Le costó bastante recuperarse, tanto como cuando murió mi tío, su hermano, casi a la misma edad que su padre. La verdad es que creo que no se recuperó. Sus pérdidas le produjeron una tristeza y una añoranza tan grandes que no pudo rehacerse. Los adoraba a los dos.
Ya estáis juntos los cuatro, mamá. Ya sabes que no me gustaba ir al cementerio, pero ahora sí que voy. Ahora entiendo. Sé que no estás allí porque estás en otro lugar, en mis sueños, en mi pecho, pero algo me empuja a ir.
Después de marcharse se cerró la puerta a conocer más cosas sobre ella, sobre su infancia, su adolescencia, si es que había entonces de eso, y me arrepiento de no conocer más los detalles. En algún momento cuando supe que estaba muy enferma intenté que me contase, pero ella avispada como siempre, no quiso porque sabía o interpretaba que aquello era el preludio de la despedida que estábamos representando las dos, cada una en su papel.
Mamá, floreció el lilo del patio en noviembre, antes de que te marchases. Solo fueron tres o cuatro flores las que dio a destiempo para ti la última vez. El rosal sacó una rosa.
Pero ayer que estuve sentada en tu patio los pajarillos se afanaban ya por preparar los nidos en tu porche. ¡Qué monillos! ¿Los has visto? ¡Tantas veces los observamos juntas! Mi hermano y Luismi han cortado el pruno, por fin. Da gusto verles juntos. Cumpliremos tus encargos, no te preocupes. No nos separaremos nunca.
Mi madre se ha marchado y me duele el alma de su ausencia. Ha sido muy duro, todo lo que ha pasado, pero he aprendido muchas cosas en estos últimos meses a su lado. He vivido en este tiempo de aprender queriendo que la realidad no es cómo crees, que lo que percibimos puede no ser verdad, que el tiempo te explica sin palabras, que la entrega lleva un gran sacrificio, que el desánimo se instala en lo que no comprendes, que la despedida supone un gran dolor, que puedes equivocarte, pero sobre todo que no necesitas a las personas que han decidido apartarse porque no quieren contagiarse de la pena que te acompaña.
Pero también he aprendido lo que significa amar de verdad, el valor que se desarrolla al acompañar el sufrimiento, el calor del que te sujeta para que cuides y el orgullo de dar todo lo que eres y tienes.
Todo esto me lo has enseñado tú, mama. Y ahora te digo: “Mamá, estoy pensando que esto no era como yo creía” “Llevas tú razón”. He necesitado un impase.
¡Te quiero tanto!
Estaremos bien.