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Relato de una muerte

Mayca Margon

Aquel día un sol de otoño asomó su ostro alegre. Un aire plácido recorría las calles serranas del pueblo. El cielo prestó su azul más limpio a las fachadas de las casas. La luz naranja tiñó de color los geranios plantados en macetas de barro. Las persianas se alzaban y las muchachas asomaban sus caras a través de las tupidas cortinas, y ella, la más agraciada por ese brillo en sus ojos, la de los labios rojos por el reflejo de los claveles que sujetaban sus manos, ella esperaba.
Unas sombras aparecieron, esquivas y alertas, por el callejón de la esquina. Las manos alzadas cubrieron el cristal de las ventanas. Y el sol hizo un guiño con una pequeña nube que tapó su luz. Pero ella no apartó su vista, fija en la calle principal del pueblo, mientras prendía un clavel en su pelo, como queriendo alejar cualquier mal augurio. Él apareció, de uniforme, galán joven y dispuesto. Las manos abiertas en un saludo. La sonrisa amplia y transparente, compitiendo con el rayo que deslumbraba su figura. Ella le reconoció.
Dos destinos entrelazados por las rejas de una ventana y envueltos en el aire que respiraban, adivinando un mismo futuro no lejano, con el tacto en carne viva por el roce inexistente, y los besos guardados gritando a la calle entera, al pueblo y a la vida un amor auténtico. Dos caminos en uno.
De la esquina se desprendió una de las sombras, una figura escondida que avanzaba con el temor de ejecutar, sin juzgar, el deseo de una de las parcas, esa que es la más inhumana de todas porque no contempla la existencia como un milagro. Y la sombra tomó forma, la figura actitud. El estruendo que acompañó a la orden acatada resonó como el berreo de uno ser deforme y bestia. La bestia impactó sobre su cuerpo.
Y cayó…
Ella no… pero tuvo que levantar su alma y recomponer el clavel prendido en su pelo. Sujetarse los párpados con tiras de resignación para volver a ver. Se untó en las palmas de sus manos resecas el ungüento que le permitió recuperar el tacto. Y dibujó en sus labios con carmín la única sonrisa que el último beso no dado autorizó. Y siempre cantaba la misma nana a sus hijos.

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