Mayca Margon
Se me antoja ojos abiertos con el fin de extraer toda la información aprovechable del exterior, y ojos cerrados para el forastero observador: las ventanas. Será por eso que estar frente a una ventana sitúa la curiosidad en una exigente postura de inminente misterio, enmarcado por cortinas tan sugerentes que ya nos dedican parte de una historia, de un cuento, de vivencias protegidas, de lloros silenciosos, de risas contagiosas, aunque no se oigan. De vidas y personas. De vivencias y personajes. De calidez y seguridad.
Ventanas abiertas que nos invitan a entrar en una intimidad desconocida y a la vez demasiado familiar. Abiertas a preguntas sin aparentes respuestas que no necesitamos porque ya nos consuela la posibilidad de ser posibles cómplices. Ventanas cerradas que protegen automáticamente las sensaciones percibidas, el calor generado por la plácida quietud, el aura que ronda traviesa detrás de los cristales que intimidan la mirada.
Nos provocan las ventanas. No nos dejan indiferentes. Incitan a fantasear. Inventamos interiores de luces acordes al color de las paredes. Acercar las caras al sólido cristal con las manos aferrando las rejas, apartando macetas de flores y ropas tendidas, adaptar los ojos al fondo de los fondos oscuros en los cuales percibimos movimientos de semejantes nuestros. Son actitudes no permitidas y que con gran gozo nos permitiríamos desobedecer. Por estar cercanas. Por ser lejanas y separatistas. No sabe una ventana lo que es ser ella. No puede imaginar una ventana la personalidad que desde fuera le imponemos. Vislumbrar es un ejercicio de la mente humana. Y una ventana, una sola ventana nos sirve plenamente para ejercitar este don.
Demos gracias por ello.
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